
Cientos de personas pasan la noche en estaciones de tren tras el apagón: «Somos náufragos del siglo XXI»
El cansancio y la confusión hacen mella en los viajeros varados en las terminales ferroviarias, a los que vecinos ofrecen sus casas mientras algunos hosteleros aprovechan para hacer caja
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El tren de Madrid a Barcelona arrancó puntual pasado el mediodía, recorrió seis kilómetros y se paró. Las siguientes nueve horas las pasaron Renato, de 64 años, y Diana, de 70, en el interior de un vagón donde el calor apretaba cada vez más, el agua se había acabado y los baños estaban inutilizados. Hace un año que el matrimonio, venido de Neuquén, en la Patagonia argentina, no ve a su hijo, que vive en Francia y con quien se iban a encontrar al término del viaje. Rondando a la medianoche, en el vestíbulo de Cercanías de la estación de Atocha, cabría esperar por parte de la pareja alguna expresión de reparo por el mal trago vivido, pero lo que transmitían uno y otro era una sensación de reflexiva serenidad. “Todos somos víctimas. Somos náufragos del siglo XXI”, razona Renato.
La idea del naufragio en la tormenta que evoca el viajero describe bien el ambiente en Atocha cuando ya ha caído la noche y ha vuelto el suministro eléctrico —las luces se encienden a las 23.10, celebradas con aplausos y gritos por más de un centenar de personas—. No puede uno enfadarse con la tormenta, y a esas horas aún se desconoce la causa del apagón, de modo que no hay nadie a quien echarle claramente la culpa del desaguisado. Falta información y los numerosos agentes de policía municipal y nacional que caminan arriba y abajo por los pasillos de Atocha tampoco pueden resolver muchas dudas, como tampoco podrán hacerlo en otras estaciones de larga distancia del país, como la de Sants en Barcelona o la de Santiago, abiertas también para acoger por la noche a los pasajeros sin alojamiento.
Josep y Teresa, de 50 años, tienen hambre, pero un policía les ha dicho que está todo cerrado y no encontrarán nada que echarse a la boca. “Si salís no volvéis a entrar”, les ha advertido, lo cual quizás fuese cierto una hora antes, pero no al borde de la medianoche, cuando el acceso a la estación por la entrada más cercana a la glorieta de Carlos V está franco.
La confusión es grande. Minutos antes de volver la luz, Jonathan y su tía se comunican con una mujer joven a través del cristal de la entrada exterior a Cercanías, un edificio de planta circular, que tiene las puertas cerradas. Desde fuera se ve a los que reposan en el interior, sentados en el suelo, recostados contra las maletas, con cara de cansancio.
Sobrino y tía vienen de Móstoles y buscan a Pablo Hidalgo, un joven sevillano al que trajeron de Móstoles pasada la una, pensando que la electricidad regresaría pronto y el tren saldría, aun con retraso. Ahora han vuelto, alarmados, para llevárselo a pasar la noche a casa. Entre autobús y autobús, les ha llevado dos horas y media regresar. La chica que desde dentro les escucha trata de ayudarlos; grita el nombre de Pablo, que no aparece.
“¿Tú crees que hay taxi ahorita? Si todo está cerrado”, le dice un hombre al teléfono a su interlocutor, concienciado también de que la noche va para largo, junto a una de las marquesinas de autobús donde la gente se apelotona esperando al transporte público, que no ha parado de circular.
Como a esta hora la luz ya ha vuelto en muchas partes de Madrid, algunos de los que ha visto las imágenes de tensión en Atocha se acercan para ofrecer su casa a los frustrados viajeros. Hay una familia brasileña a la que en cuestión de dos minutos vienen a preguntar si necesita ayuda hasta cinco personas distintas. Es natural, tienen una niña de 16 meses con una cara de sueño terrible. El padre, Fernando, explica que venían de Lisboa y se iban a Barcelona. Como en total son cinco, es difícil encontrarles hueco, pero el teléfono ya funciona y parece que en la agencia de viajes les han conseguido una habitación.
Lola, de 43 años, se trajo el coche con mantas de Carabanchel y se ofrece incluso a acompañar a la gente a las puertas de los hoteles para que consulten si hay vacantes. Carlos y Claudia, de 34 y 30 años, se quedaron con mal cuerpo al ver el telediario y acuden desde Vallecas. Tienen un dormitorio y el sofá del salón para quien lo necesite.
Cinco personas descansan en el Movistar Arena de Madrid, habilitado para albergar a viajeros varados por el corte eléctrico.
“Hoy no es día para hacer descuentos”
Las muestras de solidaridad de los madrileños se difuminan en cuanto entra en escena la mano invisible del mercado. En uno de los primeros números de la ronda de Atocha hay dos hostales en el sexto y séptimo piso, respectivamente, y en el primero atiende amablemente Julieta, mujer de pelo cano que ya suspira por marcharse a casa, acabado su turno. Las 20 habitaciones del establecimiento están completas y algunas de las historias de los huéspedes son “dramáticas”, cuenta.
Julieta habla de unos jóvenes que se quedaron encerrados en la gran tienda de ropa de Primark en Gran Vía, una pesadilla incluso sin apagón, y que lograron reservar el cuarto con la conexión Wi-Fi de otro hotel, ya lleno. Pero ni hablar de dar cama a alguien que no pase por caja; ya le ha causado zozobra admitir a unos que habían hecho la reserva por Internet, pero no tenían resguardo físico. “Hoy no es día para hacer descuentos, para los que tienen hostales esto es la gallina de los huevos de oro”, reconoce, y de paso critica a la competencia, a quien acusa de poner a 190 euros por la noche habitaciones que antes del corte eléctrico estaban a 105. No aclara si se refiere al hostal de la planta superior. Arriba, en la recepción, Gerardo asegura que ellos no han cambiado tarifas, y que su lío particular ha venido porque no había forma de facilitar a quienes llegaban los códigos para abrir el portal automáticamente.
Donde no cobran hoy es en el Movistar Arena, anteriormente Wizink Center, en su día Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid. El recinto recibe viajeros que se hayan quedado sin lugar donde dormir, pero a la una de la madrugada hay apenas seis personas sentadas en las gradas, mientras una docena de agentes de policía y personal del recinto se cuentan historias del día en la puerta. Por las calles los semáforos ya funcionan, pero no hay atasco. Prácticamente, solo circulan taxis y camiones de limpieza, cuyo ruido ocultan ocasionalmente las sirenas de los coches de policía que hacen horas extra.